Por: Ricardo Guzmán Wolffer, Abogado Escritor*
Luego de esfuerzos indescriptibles, llegó el final de las clases infantiles y con ello las vacaciones escolares. Ya mandé mi solicitud para graduarme en la escuela Normal de Educadores bajo el rubro de experiencia laboral, pero no me han contestado.
Si antes el problema era lidiar con los niños para tomar las clases virtuales y luego hacer los deberes escolares, ahora hay que luchar con ellos en su urgencia de salir. Y sin la distracción de la escuela, los niños tienen todo el día para pensar dónde estarían si pudieran salir. No me proyecto, pero creo escuchar a uno hablar de ir al table dance y a otro a la playa donde suelen usar el monobikini la plebada femenil nórdica.
Grandes o pequeños, los hijos son fuerzas de la naturaleza que deben ser direccionados. Más si los padres estamos a punto de reventar la neurosis derivada de los indicadores públicos de la situación … ¡¡ deportiva!! Todos somos espectadores deportivos, acéptelo.
Los pamboleros se cortan las uñas ante la posibilidad de no volver en mucho tiempo a los estadios de futbol o tener como única posibilidad el ejemplo de los orientales que pueden ir al campo deportivo a gritar porras, PERO sin echar chela (en CDMX y Torreón se calcula que el espectador promedio bebe medio litro de cerveza cada 20 minutos y que no siempre va al baño del estadio -de ahí las famosas bombas líquidas que vuelan entre las tribunas-), sin comer nada de nada (ni cueritos con valentina, ni tortas de hongos involuntarios con jamón, ni palomas hechas el día anterior: todo para ponerle presión a las paredes estomacales), sin poder abrazar al compañero (se debe dejar un asiento vacío entre cada espectador), sin sacarse las lonjas ni gritar pelandrujadas, especialmente aquella que tanto le molesta a la FIFA. Ante tanta asepsia, mejor me quedo en mi casa a ponerme una borrachera de a buró mientras busco en YouTube los partidos del Cruz Azul cuando el Gato Marín era famoso, el Kalimán Guzmán era lo máximo y la máquina ganaba como el PRI del milenio pasado.
Yo prefiero el pancracio y las patadas voladoras, pero la pandemia ha dado sepultura a decenas de luchadores, con lo que se aleja la posibilidad de volver a hacer catarsis en las arenas de lucha libre. Nunca olvidaré cuando iba a la Arena Coliseo a gritar como afectado mental. La interacción del público es tal que se forman grupos según las gradas. Mis vecinos de la fila de abajo volteaban a verme cada tanto para decirme: “¿ahora qué les gritamos, güero?”. Y mis años de aprendizaje con los discos de Chaf y Queli brotaban con la fluidez que parecería extraña a mi cuna de seda, los cubiertos de plata y un linaje paralelo a Limantour. Paralelo como por veinte generaciones atrasadas. La mayor cercanía con el público me hizo refugiarme en la Arena Naucalpan donde no sólo se dialoga a leperadas con luchadores y réferis, sino que el público participa en el performance más improvisado y divertido que yo conozca. Desde compartir cerveza con los luchadores cuando parecen estar a punto de fallecer por el esfuerzo de arrojarse desde el poste del ring con unos 30 o 40 kilos de sobrepeso (pura musculatura en reposo), hasta volverse parte del sándwich cuando el luchadorazo de peso súper completo se estampa con las filas de sillas no fijas donde compramos los temerarios que queremos ser salpicados con la sangre de los gladiadores. Pero eso quedó en el recuerdo de la pre-pandemia. Si no fuera por la tienda en línea del Mil Máscaras, apenas habría novedades en el terreno de la lucha libre.
La neurosis paterna compite con la infantil. Mientras unos quisieran estar en las playas mexicanas, otros quisieran estar en los casinos de Las Vegas (bebiendo sin pagar, gastando sin fijarse en el mañana, viendo gringas por doquier, en fin, olvidándose de todo lo terrenal) o en la biblioteca de sus sueños, o quizá en la filmoteca más cercana. La monserga que antes nos parecía desplazarnos por horas a lo largo de la metrópoli, en la lucha con los choferes cafres, o los taxistas salvajes, o los microbuseros capaces de cambiar de carril y sentido vehicular sin previo aviso, de pronto se vuelven parte de un pasado deseable. Ya nomás ir al super se vuelve una esperanza de salir del tedio cotidiano del encierro.
La población se ha dividido entre quienes pueden quedarse encerrados y quienes deben salir a buscar el sustento día a día. Estos últimos son unos héroes. Con una recesión económica que se ve aderezada con los mayores índices de delincuencia y de contagiados de virus, la gente hace el esfuerzo de quedarse en casa.
El problema de quedarse en casa es que uno comienza a tener pensamientos novedosos. Deje usted las pesadillas o sueños donde uno viaja por países desconocidos, con acompañantes desconocidas y en condiciones desconocidas: uno puede soñar casi cualquier cosa. Las peores vetas mentales estallan en las horas de vigilia. “Donde me encuentre al profesor de primaria que dolosamente me dio un balonazo en la panza le parto el hocico, aunque esté en silla de ruedas”. “Si pudiera ver a ____ (ponga la pareja fallida de su juventud), me daría cuenta si fue para bien o para mal que no me acercara por miedoso”. “Hubiera aceptado ese puesto en la Embajada de México en Tailandia cuando estaba en la universidad”. Y así al infinito.
La antigüedad de mi vivienda justifica que las áreas internas tengan techo con tirol. Esos pequeños puntos sobre la superficie pueden dar paso a las figuras menos esperadas. Entre que mi miopía me obliga a quitarme los lentes para hacer ejercicios (leo mientras uso la caminadora) y que el sol hace sombras en los lugares menos esperados del tirol, me puedo pasar las horas imaginado figuras en el techo interior de la casa, mientras reposo en la colchoneta cuando intento llegar a 3 abdominales (llego y reposo para hacer otras 3). Animales fantásticos que ya hubiera querido conocer Borges para aderezar su libro homónimo, seres inimaginables que habrían cambiado las mitologías mundiales, rostros tan horrendos como para ser de cualquier político vehemente, todo puede aparecer mientras hago el esfuerzo por lograr una flexión abdominal a pesar de mis rollizos fajos pélvicos. Quizá la presión corporal (el buche y la tripa aplastan las vértebras respectivas) me afecta el nervio óptico y eso me distorsiona la visión para añadir imprecisión a mi contemplación diurna, con lo que las figuras en el techo han logrado sorprenderme día a día. He intentado dibujar esas figuras, pero mi precario estado mental me impide transmitir a la mano lo que el cerebro cree ver. Un mundo de tirol nos vigila. Añádale que un porcentaje altísimo de mexicanos tenemos viboritas cuasi invisibles en los ojos, visibles a contraluz, y comprenderá que la vista juega con mis emociones.
Este mismo fenómeno se ha dado merced a las reuniones virtuales. No diré que soy un expositor de talla mundial, pero cada tanto me reúno con mis cuates escritores o con gente de la academia para dialogar por las varias plataformas de videoconferencias que hoy valen más que el PIB mexicano y gringo juntos. Por mis problemas visuales, debo hacerlo sin lentes o la pantalla termina por marearme con su iluminación. Entonces caigo en la cuenta de que las arrugas en mi rostro también forman extrañas figuras. He descubierto que arriba de la cejuela derecha se me forma un zapatito CANADÁ (recordarán la extinta tienda o pueden ver sus derivaciones actuales en la web) merced a tremenda arruga sobre mi entrecejo. Tiene doblez, tiene várices estalladas en forma de aguja a medio romper y hasta hace bulto. ¿Resultado? Tengo mi zapato CANADÁ en la ceja; es el modelo “Vagabundo”. Y no es la única cuneta facial. El ceño se ha profundizado tanto que ya me van a contratar como doble de Sara García o cualquiera de los Soler en sus épocas finales. ¡Hágase a un lado! Al ver mi papada colgando, pienso en el señor López (el periodista; nuestro presidente tiene rostro de quinceañera). Al ver mis oídos visualizo a todos los vampiros clásicos, desde Nosferatu hasta el duende verde de Spiderman. Y por primera vez en décadas estoy contemplando inyectarme botox para ver si me quito las rayas de la frente, pero he escuchado decir que así empezó Michael Jackson, quitándose unas arruguitas y luego ya se quería quitar hasta el color de piel y los más chismosos dicen que hasta el sexo se quería operar. Los más terribles y odiosos, dicen que sí se operó y que es diputada plurinominal en México. Que me disculpe mi respetada comunidad trans, pero el chisme es el chisme. Yo estoy contento con parecer casi de mi edad, el hijo chico ya me dice abuelo o bisabuelo, pero yo tranquilo.
Como una derivación de esta auto inquisición involuntaria, me he percatado de que también me fijo en mis co-webinaristas. No daré nombres porque Beto y Magda se enojan, pero cuando estoy en las reuniones literarias me percato de la belleza capilar de las exponentes. Claro, muchas porque es lo único admirable visualmente, otras porque es lo único visible. Entre que nadie sabe cómo poner luz a la cámara de la computadora y que otros usamos el celular, muchos entran y salen cual fantasmas de cuento de Wilde. A unos nomás se les ve la papada. ¿Se acuerdan de la caricatura “Padre de familia”? Por ahí va. A otras se les ve del busto para el cuello, no sé si quieren llamar la atención o si ya lo lograron, pero me consta que muchos son menos fotogénicos que yo. Estoy tentado a aprender herramientas computacionales para poner en mi pantalla un marco para cada rostro, acorde al deterioro de mis interlocutores, ya sea con huesos pestilentes llenos de moscas o con peines relucientes para resaltar el buen peinado… de las cejas: entre mi sobrino adorado al que le han brotado apéndices capilares que muchos quisiéramos en el cráneo, y la cabeza de media medusa que tienen otros (no es por ti, Beto, cómo crees) donde hay poco, pero confundido, pronto se darán cursos para verse menos peorcito por internet en las llamadas. Ojalá no se tarden. Lo bueno que a mí me quieren por lo que soy, no por lo que me veo, que si así fuera ni en el Museo de Antropología me darían entrada. Bueno, con decirles que cuando voy a Tepito por mis películas de arte, hay quienes se hacen a un lado al ver mi rostro de extraña belleza varonil.
No diré que soy multichambas, pero estando en arresto domiciliario me da por querer arreglar la casa.
Oh, mis manos encendidas que requieren apagarse en el fragor de la limpieza. Ya me reventé los pulgares al querer colgar más cuadros de mi amplísima colección de reproducciones del Louvre y el Metropolitan de New York, no importa que los comprara en el metro ni que vengan con la guarda de derechos de autor por parte del fotógrafo, de modo que apenas se ve un cachete de la Mona Lisa y el Kandinsky nomás deja ver dos bolitas de colores indefinidos. Ya mejor dejé en la pared los clavos torcidos y mal puestos, rodeados de explosiones de sangre con uñita enterrada en el yeso, argumentado que se trata de un objeto artístico colocado ahí por los genios nacionales del performance en un acto grabado para el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad de Miskatonic en Arkham.
Quise cambiar los baños, como mi cuate Quique, pero nomás logré lastimarme la espalda al intentar lavar el excusado para que no me diera asco levantar ese mueble que lleva medio siglo sin haberse modernizado. Ni menciono el ardor de ojos cada que le echo a la taza el líquido para remover “manchas rebeldes”. Los trabajos de limpieza revelan la fatuidad humana: polvo somos y en polvo nos convertiremos, pero no tan rápido, pienso cada vez que barro pequeñas montañas de polvo humano y extraterrestre en cada área, más el pelerío canino dejado por toda la casa. Claro, y algunos dolores derivados del movimiento del manejo de escoba, tales como callos reventados en mis manos de infante, dolores de cintura y, lo que es peor, también veo formas extrañas en los grumos de mugre que se forman en el recogedor. ¿A qué deberé esa insistencia de ver formas en todos lados? ¿Será la búsqueda del sentido de la vida, o nomás es que necesito ir con el oculista? Cómo saberlo. El caso es que, cuando veo en el recogedor formas de pequeños niños arremolinados, me da agobio tirar la basura, pensando en que llamo a la fatalidad por no respetar los derechos universales de los menores, así sea en mi mente pletórica de imaginación visual. No crean que es el vil pretexto para abstenerme de ciertas labores caseras.
Hay momentos de pasmo que algunos denominarían de introspección meditativa, pero la verdad es que me deleito en comprobar con el filo de la lengua cuan gastadas tengo las muelas, luego de meses de no ir al dentista. El paso de los años me ha limado la dentadura que no ha sido modificada por el especialista con la inserción de carillas, coronas y hasta prótesis dentales para quedar como actor. ¿No dicen que el tiburón de hule de la película homónima también contaba como parte del casting? Y es que los dientes descontinuados, girados levemente para quedar encimados, y hasta derivados de los cambios de tecnología dental han hecho de mi sonrisa una suerte de catálogo para comprobar cómo se resolvían los problemas dentales a lo largo de las décadas. No me imaginen tan viejo, pero es que algunos de mis dentistas usaban partes heredadas de sus padres y abuelos, también dentistas, bajo el argumento de que las piezas dentales hechas con piedras preciosas duran para siempre. “Son más caras, pero no se te caen nunca”. Ni quiero preguntar cómo se hicieron de las mismas los miembros de tan alcurniada familia. O se las quitaron al cadáver de un proxeneta, o nadie se las compró durante generaciones y a mí me las vendieron a precio de remate. Total, paso las horas revisándome con la lengua los dientes gastados. Y hasta puede que me sirva de abstracción introspectiva. ¿Cómo saberlo?
De tanto estar en la casa me he dado cuenta que el inmueble cruje a distintas horas. Si antes no creía en fantasmas y aparecidos, ahora comienzo a pensar que hay algo por ahí, aparte del SAT vigilándonos a todos los que usamos facturas. Cuando estoy escribiendo y el resto de la familia pernocta como Dios manda, se oyen unos pasos tan peculiares que sólo queda suponer la presencia de entes multidimensionales que se desplazan de una habitación a otra, de un piso a otro. No sé si me he sugestionado por ver la última temporada de “Twin Peaks” de David Lynch, pero como sus fantasmas me imagino a los seres que hacen crujir el piso de mi recamara mientras yo estoy en el cuarto de abajo, tratando de escribir sin que me salgan invocaciones de exorcismos para protegerme de lo que sea que se mueve arriba. Quizá sólo es el ruido de los materiales que reaccionan a los cambios de temperatura. En vía de mientras, llevo mis amuletos del ahora famoso “tente, enemigo”, las medallas de San Benito y hasta mi amparo, ya ve que sirven para toda ocasión.
Al comentar mis nuevos temores derivados de la proximidad a la nueva normalidad, mis cuatotes me dan sus propias experiencias. Y veo que lo preternatural está a la vista. Por extraño que parezca, les digo a mis contemporáneos (que también se ven re´golpeados en el zoom), no me he agarrado a golpes con mi esposa ni mis hijos, nada de candados a la cabeza, patadas voladoras ni mordidas en la frente al estilo del Cavernario Galindo. Es verdad, dice mi tocayo Cardán, mi esposa y yo no hemos discutido, todo indica que mi relación es seria y profunda. Menos mal, le contesto mientras miro al cielo, poniendo los ojos como el maestro de Kung Fu; si acaba de ser abuelo y lleva décadas con la mujer, ya era hora que se percatara que su relación es seria y profunda. Eso pensaba mientras veía mi armario escondido tras los libros donde las armas conyugales, floretes y pistolas tipo Conde de Montecristo, viven el sueño de la paz. Tal vez las aptitudes de sobrevivencia me hacen llevar el encierro en forma pasadera y hasta disfrutable.
No voy a salir con la chistosada de decir que se vive mejor guardado, pero he tenido momentos de tal alegría que se me olvidan por un momento esas figuras extrañas que veo en el techo, el recogedor, en la pantalla del webinar y casi en todos lados cuando me quito los lentes. Bueno, me abandono de todo salvo ese zapato en la ceja. Oh, mis cejas de fuego, diría el Wendigo del cuento.